Vivimos un tiempo fascinante y, a la vez, paradójico. Mientras que en muchas sociedades occidentales los índices de natalidad caen en picado y el “no tener hijos” se normaliza como elección de vida, crece con fuerza un fenómeno que hasta hace no tanto hubiera parecido extravagante: el de las personas que vuelcan sus deseos de cuidar y criar en los animales. Este cambio cultural no es solo una percepción anecdótica; ha sido objeto de estudio en la revista European Psychologist, que se ha hecho eco del giro afectivo que ha llevado a muchas personas a “humanizar” a sus mascotas hasta considerarlas casi como hijos.
El trasvase del instinto de cuidado: de los niños a los animales
Uno de los aspectos más llamativos que recoge el artículo publicado en European Psychologist es cómo se ha producido un trasvase del instinto de cuidado y crianza desde los hijos humanos hacia los animales domésticos, especialmente perros y gatos. Este proceso tiene varias raíces:
- Demográficas: las tasas de natalidad están en mínimos históricos en muchos países europeos. Las parejas deciden retrasar o directamente renunciar a tener hijos.
- Económicas: la crianza es cara, las viviendas pequeñas y el empleo inestable, lo que lleva a muchas personas a replantearse formar una familia.
- Psicológicas y sociales: la búsqueda de independencia personal, el miedo a perder libertad o la prioridad de proyectos individuales.
Pero la necesidad humana de cuidar no desaparece. Según los psicólogos evolutivos, el impulso de atender a seres vulnerables forma parte de nuestra biología. Por eso, en ausencia de hijos, muchos trasladan ese deseo —incluso inconscientemente— a las mascotas.
El fenómeno del “pet parenting”
Lo que antes era tener un perro para vigilar la casa o un gato para cazar ratones, ahora se ha transformado en un fenómeno que los medios anglosajones llaman “pet parenting” (ser padres de mascotas). Esto va mucho más allá del cariño normal: implica celebrar cumpleaños con tartas especiales, vestir a los animales, contratar guarderías o sesiones de spa y dedicar amplios recursos emocionales y económicos a su bienestar.
Según datos del estudio comentado en European Psychologist, cada vez más personas:
- Se refieren a sus mascotas como “mis hijos” o “mis bebés”.
- Hablan de sí mismos como “mamá” o “papá” del animal.
- Elaboran rituales familiares en torno al cuidado del perro o el gato.
Hoy, en muchos hogares europeos, las mascotas ocupan el lugar simbólico (y afectivo) que antes se reservaba casi exclusivamente a los niños.
Motivaciones emocionales detrás de esta tendencia
¿Por qué ocurre este fenómeno? El artículo explica que no es solo una cuestión social o económica, sino también afectiva. Algunas motivaciones destacadas son:
- Satisfacer la necesidad de vinculación: cuidar a otro ser, aunque sea un perro o un gato, activa en nosotros circuitos neuronales similares a los que se encienden con los hijos. Se liberan oxitocina y dopamina, hormonas del apego y el placer.
- Menor riesgo emocional: algunos adultos sienten que criar hijos conlleva un alto nivel de incertidumbre y responsabilidad, mientras que con las mascotas perciben un vínculo más sencillo, incondicional y previsible.
- Prolongar una etapa vital: muchas parejas jóvenes o personas solteras disfrutan de la “experiencia de familia” con sus mascotas sin comprometerse a una parentalidad humana.
- Reparar carencias emocionales: para algunas personas, tener un animal a quien dedicar amor les ayuda a compensar historias de apego inseguro o soledad.
Cambios culturales: del “tener hijos” al “tener mascotas”
Este giro también se alimenta de la evolución del propio estatus de los animales en nuestras sociedades. Si antes el perro estaba en el patio, ahora duerme en la cama. Si antes el gato cazaba en la granja, ahora tiene rascadores y estanterías diseñadas solo para su disfrute.
El artículo de European Psychologist subraya que esta transformación cultural no solo cambia el modo en que vivimos con los animales, sino también el propio significado de “familia”. En muchos hogares, un perro o un gato no son “una mascota más”, sino un miembro del núcleo familiar. Esto se refleja en:
- Testamentos que incluyen herencias para los animales.
- Fotografías familiares con las mascotas en lugar central.
- Viajes planificados para que el perro o gato disfrute tanto como los dueños.
¿Tiene implicaciones psicológicas?
La mayoría de expertos considera que proyectar necesidades de cuidado en un animal no tiene nada de negativo en sí mismo. De hecho, cuidar una mascota puede aportar enormes beneficios: reduce la soledad, baja el cortisol (hormona del estrés) y eleva el bienestar subjetivo.
Sin embargo, el artículo también advierte que puede haber casos donde se produce una “sobreidentificación”: personas que tratan a su perro literalmente como si fuera un hijo, hasta el punto de negarse a tener vida social o de proyectar ansiedades humanas en el animal. Esto puede generar problemas tanto para el dueño como para el propio perro o gato, que no entienden —ni necesitan— ser tratados como pequeños humanos.
El debate ético y social
Este fenómeno abre preguntas interesantes. ¿Estamos realmente sustituyendo a los hijos por animales? ¿O simplemente estamos adaptando nuestras capacidades de amor y cuidado a nuevas formas de familia?
En cierto sentido, la cultura cambia más rápido que nuestra biología. Seguimos necesitando dar y recibir afecto, cuidar y sentirnos importantes para otro ser. El auge de las mascotas-hijos muestra hasta qué punto la sociedad se adapta para seguir satisfaciendo esas necesidades profundas, aunque sea en un contexto completamente diferente al de nuestros abuelos.
Conclusión: un espejo de nuestras transformaciones
El artículo de European Psychologist no juzga el fenómeno, sino que lo describe como un espejo de las transformaciones culturales, demográficas y emocionales de nuestras sociedades. Hoy, la figura del perro con disfraz de cumpleaños o el gato con perfil propio en redes sociales habla tanto de nuestras economías como de nuestra psicología.
Y quizá, en el fondo, todo este cambio revela algo muy humano: seguimos necesitando cuidar y sentirnos responsables del bienestar de otros. Aunque, en vez de cambiar pañales, ahora saquemos bolsas para recoger excrementos en el parque.